sábado, 14 de abril de 2012

Todos los cafés

                   (En tu cumpleaños quiero pagarte parte de una deuda que pienso saldar a plazos)

El olor del café me recuerda a ti. A aquellas tardes, cuando ya habías decidido que no te merecías que te quisiera, cuando a la salida de la biblioteca te encontraba en esta plaza, siempre en el mismo sitio, defendiéndote del tiempo con un café en vaso de papel para llevar.
Entre las idas y venidas de la gente tu mirada se tropezaba con mi figura, que de pie esperaba a que terminases la pieza, y me sonreías sin dejar tu actividad. Dabas por finalizado el repertorio y a mi me temblaban las piernas cuando te acercabas preguntándome qué tal. En el rigor del saludo cortés no sabía si apoyar la mano en tu antebrazo o en tu espalda, y mordiéndome las ganas de quedarme prendida de tu cuello nos dábamos dos besos.
Era en ese momento, justo en el instante del roce leve de mi mejilla con tu barba de dos días, cuando al notar el profundo olor a café de tu aliento tenía que cerrar los ojos y se me nublaba la razón.
Tras el saludo recogías tus cosas y nos íbamos  por la Rúa, caminando cada vez más próximos el uno del otro, e igual que cuando estábamos juntos me hablabas del Ulises, de chistes malos, de nuevas canciones, de las cosas que te ponían triste o de algo que al verlo pensaste “esto a ti te habría gustado”.
En la Plaza Mayor nos deteníamos en seco, conscientes de que estábamos rebasando el límite y de que corríamos el riesgo de regresar a mi casa y a mi cama de la mano. Apurábamos una despedida e improvisábamos un destino que nos obligase a tomar direcciones opuestas. Y yo daba un rodeo y me llamaba idiota al regresar sola a casa, prometiéndome que al día siguiente, en otro encuentro en que los dos fingiríamos sorprendernos, sería más fría y audaz. 
De tu boca he probado muchos sabores comunes. Nuestro primer  beso  tuvo el gusto del  vino tinto, los besos de los jueves   eran de cerveza, y de tortilla o jamón ibérico los de los días que te quedabas en casa a cenar. Los tuvimos    de  queso con membrillo y boletus con foie, de mosto, sangría, tomate y aceite de oliva, churros, tosta de gambas, cruasán y tabaco. Los hubo dulces, salados y agrios, volátiles a la lengua y otros que dejaron un reposo de tres días.
Es curioso que de todos los aromas posibles sea el que no sorbí directamente de tu paladar el que más me recuerde a ti. El día que me dijiste que era mejor que dejáramos de vernos,  yo te contesté “vamos a hablarlo con calma mientras nos tomamos un café”. En la puerta del bar te derrumbaste, algo te paralizó de pronto y fuiste incapaz de cruzar el umbral. Refugiados en un callejón lloraste sujeto a mi chaqueta y nos dimos un último beso que me supo a muerte y sala de espera, a desahucio, libros quemados, alcantarilla y vinagre en la cicatriz.
Aquel café quedó pendiente, y cuando nos tropezábamos, las pocas veces que hicimos el propósito de saldar esa cuenta, a mitad de trayecto uno de los dos recordaba  una excusa inventada y decidíamos que era mejor posponerlo para otra ocasión.
Que pienso en ti más de lo que cualquier psiquiatra considera saludable ya no me preocupa. Lo que me asusta son esas tardes en la que la inercia del vacío me trae a esta plaza y me sorprendo sentada en tu sitio con un café en vaso de papel para llevar.
Doy un sorbo y retorna al detalle la  visión de aquellos encuentros; yo de pie, tu mirada, la piel erizada, las mismas ganas de tocarte, tu sonrisa y el saludo cordial, mi torpeza tratando de apoyar las manos y tu barba de dos días. Cuando nos acercamos y nos damos un beso percibo el aroma tibio a café  de tu aliento. Entonces aparto a un lado la memoria  para  manejar a mi antojo el recuerdo. En un acto de rebeldía contra como sucedían las cosas reúno el coraje necesario para rozarte el lóbulo de la oreja   y susurrarte  “todavía te necesito” o “aún te echo de menos”. Me desenredo de tu cuello y nos miramos,  iris contra  iris, en un intento frustrado de adivinar cual va a ser tu próximo gesto. En ese instante ínfimo y exacto la imagen se queda estática, porque el miedo a que la vida me la juegue también en mis  fantasías me impide confabular sobre si ese acto de valentía habría sido suficiente para cambiar el curso de los hechos.
Y  permanezco inmóvil, estática como mi visión, con el vaso de papel entre las manos,  incapaz de tragar ese  sorbo que te ha devuelto a mi pecho y a mis huesos, paladeando sin prisa el único beso que nunca nos dimos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario