viernes, 4 de mayo de 2012

Llueven días

En abril llovieron días
que barrieron el tiempo de las aceras
hacia las alcantarillas.
Mientras  esperaba a que me sembrases la duda,
un indicio por tu parte de que me equivoco,
una razón para quedarme.
Tal vez un gesto mínimo
camuflado tras un acto aparentemente cotidiano;
tu voz contestando al otro lado del teléfono,
quedar para  cenar o tomar una cerveza,
tener por fin esa conversación a solas,
      o regresar una noche a casa y que al quejarme del frío
      me tomases la mano para meterla en tu bolsillo.
Quizás algo  épico,
como que afirmases que no existe la soledad de la que huyo
y que en aquella a la que me dirijo, tú me recordarás
y de algún modo estarás conmigo.
Que me preguntases la fecha exacta de mi vuelo
y me pidieses que cerrase el billete de regreso,
que  te enfadases conmigo.
Puede que algo a la altura de un milagro
como  tu sonrisa en el aeropuerto
escondiendo un “Te espero” o un “No te vayas”.

Preparo el equipaje
para un mayo  al otro lado del Atlántico
en el que seguirán lloviendo días
sobre los tranvías y los charcos;
varias mudas, mis botas y la gabardina,
un par de libros por si me muerde la nostalgia de la palabra exacta,
ningún abrazo, tampoco hay despedidas.
Apenas hueco para algún saludo desde lejos,
(en la calle y entre la gente) tras un encuentro fortuito
que  guardo con recelo.
Pocas cosas para tanto lastre.
Porque en esta maleta
—aunque ocupa poco— lo que más pesa,
es saber que ni siquiera tú
me vas a echar de menos

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