domingo, 2 de diciembre de 2012

Merece la pena



                               Para A.
Vale la pena que a final de mes no cuadren las cuentas,
hacer con prisa el equipaje,
salir de casa a media noche,
arrastrar sobre la escarcha una maleta,
hipotecar horas de sueño,
cambiar de clima y de paisaje,
numerar las legañas de la luna tras el cristal tintineante
de un autobús que en medio de la niebla,
robárselas y prendérmelas en las ojeras,
pasar más de seis horas con la mirada perdida
en la oscuridad de su cielo.
Vale la pena el pelo revuelto y el dolor de huesos,
morderse en el trayecto las ganas de quitarse los zapatos
y desabrocharse los vaqueros.
Llegar al desamparo de una estación de madrugada
que rebosa silencio,
el devenir de los  pasajeros sin ajetreo,
la escasez de despedidas y reencuentros,
la falta de ojalá regreses pronto o cuanto te he echado de menos.
Merece la pena…  
                     tan solo porque tú esperas en el andén
                                                               para desayunar conmigo.  

jueves, 26 de julio de 2012

No sé ser

—Serás una infeliz si no cambias
—Quizás…
El problema es que
no sé ser quien no soy

viernes, 4 de mayo de 2012

Llueven días

En abril llovieron días
que barrieron el tiempo de las aceras
hacia las alcantarillas.
Mientras  esperaba a que me sembrases la duda,
un indicio por tu parte de que me equivoco,
una razón para quedarme.
Tal vez un gesto mínimo
camuflado tras un acto aparentemente cotidiano;
tu voz contestando al otro lado del teléfono,
quedar para  cenar o tomar una cerveza,
tener por fin esa conversación a solas,
      o regresar una noche a casa y que al quejarme del frío
      me tomases la mano para meterla en tu bolsillo.
Quizás algo  épico,
como que afirmases que no existe la soledad de la que huyo
y que en aquella a la que me dirijo, tú me recordarás
y de algún modo estarás conmigo.
Que me preguntases la fecha exacta de mi vuelo
y me pidieses que cerrase el billete de regreso,
que  te enfadases conmigo.
Puede que algo a la altura de un milagro
como  tu sonrisa en el aeropuerto
escondiendo un “Te espero” o un “No te vayas”.

Preparo el equipaje
para un mayo  al otro lado del Atlántico
en el que seguirán lloviendo días
sobre los tranvías y los charcos;
varias mudas, mis botas y la gabardina,
un par de libros por si me muerde la nostalgia de la palabra exacta,
ningún abrazo, tampoco hay despedidas.
Apenas hueco para algún saludo desde lejos,
(en la calle y entre la gente) tras un encuentro fortuito
que  guardo con recelo.
Pocas cosas para tanto lastre.
Porque en esta maleta
—aunque ocupa poco— lo que más pesa,
es saber que ni siquiera tú
me vas a echar de menos

sábado, 14 de abril de 2012

Todos los cafés

                   (En tu cumpleaños quiero pagarte parte de una deuda que pienso saldar a plazos)

El olor del café me recuerda a ti. A aquellas tardes, cuando ya habías decidido que no te merecías que te quisiera, cuando a la salida de la biblioteca te encontraba en esta plaza, siempre en el mismo sitio, defendiéndote del tiempo con un café en vaso de papel para llevar.
Entre las idas y venidas de la gente tu mirada se tropezaba con mi figura, que de pie esperaba a que terminases la pieza, y me sonreías sin dejar tu actividad. Dabas por finalizado el repertorio y a mi me temblaban las piernas cuando te acercabas preguntándome qué tal. En el rigor del saludo cortés no sabía si apoyar la mano en tu antebrazo o en tu espalda, y mordiéndome las ganas de quedarme prendida de tu cuello nos dábamos dos besos.
Era en ese momento, justo en el instante del roce leve de mi mejilla con tu barba de dos días, cuando al notar el profundo olor a café de tu aliento tenía que cerrar los ojos y se me nublaba la razón.
Tras el saludo recogías tus cosas y nos íbamos  por la Rúa, caminando cada vez más próximos el uno del otro, e igual que cuando estábamos juntos me hablabas del Ulises, de chistes malos, de nuevas canciones, de las cosas que te ponían triste o de algo que al verlo pensaste “esto a ti te habría gustado”.
En la Plaza Mayor nos deteníamos en seco, conscientes de que estábamos rebasando el límite y de que corríamos el riesgo de regresar a mi casa y a mi cama de la mano. Apurábamos una despedida e improvisábamos un destino que nos obligase a tomar direcciones opuestas. Y yo daba un rodeo y me llamaba idiota al regresar sola a casa, prometiéndome que al día siguiente, en otro encuentro en que los dos fingiríamos sorprendernos, sería más fría y audaz. 
De tu boca he probado muchos sabores comunes. Nuestro primer  beso  tuvo el gusto del  vino tinto, los besos de los jueves   eran de cerveza, y de tortilla o jamón ibérico los de los días que te quedabas en casa a cenar. Los tuvimos    de  queso con membrillo y boletus con foie, de mosto, sangría, tomate y aceite de oliva, churros, tosta de gambas, cruasán y tabaco. Los hubo dulces, salados y agrios, volátiles a la lengua y otros que dejaron un reposo de tres días.
Es curioso que de todos los aromas posibles sea el que no sorbí directamente de tu paladar el que más me recuerde a ti. El día que me dijiste que era mejor que dejáramos de vernos,  yo te contesté “vamos a hablarlo con calma mientras nos tomamos un café”. En la puerta del bar te derrumbaste, algo te paralizó de pronto y fuiste incapaz de cruzar el umbral. Refugiados en un callejón lloraste sujeto a mi chaqueta y nos dimos un último beso que me supo a muerte y sala de espera, a desahucio, libros quemados, alcantarilla y vinagre en la cicatriz.
Aquel café quedó pendiente, y cuando nos tropezábamos, las pocas veces que hicimos el propósito de saldar esa cuenta, a mitad de trayecto uno de los dos recordaba  una excusa inventada y decidíamos que era mejor posponerlo para otra ocasión.
Que pienso en ti más de lo que cualquier psiquiatra considera saludable ya no me preocupa. Lo que me asusta son esas tardes en la que la inercia del vacío me trae a esta plaza y me sorprendo sentada en tu sitio con un café en vaso de papel para llevar.
Doy un sorbo y retorna al detalle la  visión de aquellos encuentros; yo de pie, tu mirada, la piel erizada, las mismas ganas de tocarte, tu sonrisa y el saludo cordial, mi torpeza tratando de apoyar las manos y tu barba de dos días. Cuando nos acercamos y nos damos un beso percibo el aroma tibio a café  de tu aliento. Entonces aparto a un lado la memoria  para  manejar a mi antojo el recuerdo. En un acto de rebeldía contra como sucedían las cosas reúno el coraje necesario para rozarte el lóbulo de la oreja   y susurrarte  “todavía te necesito” o “aún te echo de menos”. Me desenredo de tu cuello y nos miramos,  iris contra  iris, en un intento frustrado de adivinar cual va a ser tu próximo gesto. En ese instante ínfimo y exacto la imagen se queda estática, porque el miedo a que la vida me la juegue también en mis  fantasías me impide confabular sobre si ese acto de valentía habría sido suficiente para cambiar el curso de los hechos.
Y  permanezco inmóvil, estática como mi visión, con el vaso de papel entre las manos,  incapaz de tragar ese  sorbo que te ha devuelto a mi pecho y a mis huesos, paladeando sin prisa el único beso que nunca nos dimos.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Cada dos lunes

Cada dos lunes exactamente, me haces daño. Amparándote en una de tus neuras, con un gesto apenas perceptible y banal para el resto, consciente de mi sensibilidad extrema, como quien no quiere la cosa (igual que una patada por debajo de la mesa), me abres una herida que me deja agonizando.
Al cabo de unos días, (cuántos, depende de la dirección y la velocidad del viento), me concedes una tregua. Y con otro movimiento igual de liviano que te sacas de la manga, me resucitas dándome de nuevo esperanza.
A ti te gusta practicar este juego del que no has calibrado bien las consecuencias, y con la perfección de tu estrategia has conseguido que nadie más se de cuenta de nuestro tira y afloja, ajeno a que gracias a tu entrenamiento yo ya he alcanzado el modo experto de un partido que ni me entretiene ni me hace gracia.
Ni sabes de que pie cojeo, ni me tienes cogidas las vueltas, ni yo soy una fuente inagotable de paciencia.
Piensatelo el próximo lunes. No serías al primero al que digo; "Mejor, ni siquiera como amigos"

miércoles, 22 de febrero de 2012

Contradicciones

…I contradict myself,
(I am large, I contain multitudes.)
Walt Whitman

Trenzando el azar y la rutina (en el momento menos oportuno)
tropiezo con los versos  que  recitabas.
Vislumbro entonces tu sonrisa,
la precisión de tus dedos en mi nuca o la guitarra,
y ese infierno escarchado de tu pupila dilatada, que tiembla tras el agua.
Como cada vez que una casualidad tan minuciosa
te retorna (sin permiso) a mi pecho y la memoria,
conjeturo acerca de la huella o el polvo
que de mí en ti  habrá quedado.
Y es mi yo más inseguro e inestable, (ese del que reniego frete a todos),
este carácter exasperadamente ciclotímico,
el que en un imparable sístole y diástole
me lleva de uno a otro extremo del continuo,
haciéndome pasar del “todavía te duelo”, al “nunca te he importado”,
del  “creo que no he significado nada” al “estoy segura, soy lo mejor que te ha /pasado”.
Y me elevo y me derrumbo…
sin tener muy claro si lo correcto es apretar los dientes
o espantar las moscas con la mano.

Repaso, pues, todas nuestras horas
en busca de aquel detalle apenas perceptible
que incline la balanza de uno u otro lado.
Pero también nosotros, (que nos encontramos con la herida aún sangrante
y parecíamos tenerlo tan claro)
fuimos una contradicción constante,
que inconscientes tras el primer beso, nos precipitamos
del “no puedo pasar la noche contigo” al “quiero dormir a tu lado”,
del “deberíamos ver a otros” al “me basta con quitarte la camisa”,
del “esto es solo una aventura” al “que voy a hacer cuando te vayas”,
del “ahora me río porque tienes miedo y te protejo”
al “ahora soy yo el que llora como un refugiado entre tus brazos”…

Sin una conclusión certera, es esta incapacidad para definirnos
lo que me hace pasar del “esta noche con cualquiera”
al “no volverá  a tocarme nadie”
cuando me columpio entre el quiero
pero no puedo olvidarte.
Porque olvidar (si hablamos de emociones y no de meros datos),
no consiste, como cree la mayoría, en borrón y página en blanco.
El olvido es un vacío tan impreciso que debemos llenarlo
con   el tacto de nuevas pieles y otros golpes en el pecho
para que no  arañe el hígado y las pestañas.
Por eso cuando se es joven (y la pérdida duele intensamente)
se suplen rápido los amores de verano o la universidad,
y no es hasta que uno se hace viejo,
y sabe con certeza que no va a ser conquistado en la barra de los bares
o a la salida del trabajo,
cuando regresa a morderle  la nostalgia de los besos  tras la verbena
o de aquella muchacha española que conoció en un viaje de intercambio.
Y yo he envejecido tanto… de repente esta mañana,
cuando me ha despertado el fantasma de tus manos
posado sobre las caderas…

 A falta de argumentos que me salven de esta contradicción,
(sístole y diástole de cada día),
suspendida entre lo conveniente y lo añorado,
permanezco inmóvil y ridícula ante una nueva disyuntiva;
En menos tiempo del que me llevaría exhalar el aire que hoy me oprime,
con un movimiento sutil de mi índice sobre el teclado
puedo hacer que este mensaje cruce la frontera,
sobrevuele el océano, alcance aquella orilla
y se despliegue junto a tu diccionario.
Un gesto que exige la misma fuerza o voluntad
que arrastrar una moneda o rascarse la ceja.
Y eso es lo único que me separa,
de decirte o no decirte, (de que sepas o no sepas)
que aún te quiero.
Aunque tú ya no me quieras…
o no me quieras, todavía.





miércoles, 15 de febrero de 2012

Borrachos

“¿Es que temes enamorarte,
o tal vez que te olvide por la mañana?”
Me preguntas con el peso de las copas
y la voz bañada en nicotina,
como si fuese a confundir este capricho de sábado
con un preámbulo para  que me quieras,
o me sorprendiese si antes del desayuno
terminan todas tus atenciones,
y que en los días sucesivos
      esquives mi existencia en las esquinas comunes
     o mi nombre en las conversaciones,
(Que de lejos te olí las intenciones,
y esta piel ya está curtida de ser moneda de cambio
cuando el deseo aprieta los intestinos).

Que no te importe, que no habrá versos ni reclamaciones.

Mi único miedo es que en la resaca póstuma
te avergüences,
igual que se avergüenzan los otros borrachos,
(esos que no han sido invitados a ninguna cama),
de cantar a voces o vomitar en las aceras,
y que rememorando con tus amigos el camino
que te ha traído a morderme  el vientre,
justifiques tus ojeras bajando la mirada, y sentencies
(igual que esos borrachos que han regresado solos a casa
y confunden los portales, y se tropiezan con los bordillos);
                                                                 “Había bebido  demasiado”…