viernes, 16 de septiembre de 2011

I hate the "take away"


El rito comenzaba extendiendo una hoja de periódico sobre el hule de la mesa, justo  al lado de la caja de latón rojo.  Luego se habría el saco del café. Y allí venía el primer golpe del aroma; denso, compacto, como aprisionado en cada grano.
Mi abuelo se sentaba con el molinillo amarillo sobre el regazo y empezaba a moler, dando vueltas con fuerza a la manivela y dejando el café ya hecho polvo sobre la hoja de papel. Yo notaba como el olor se trasformaba en algo  más intenso y volátil, inundando por completo la sala, hasta que mi abuelo  daba por terminada la faena y lo guardaba en la caja de latón.
En ese momento aparecía en escena mi abuela, abriendo de nuevo la caja para tomar un puñado y poner el puchero al fuego, (…y ese olor que de nuevo cambiaba, más ligero, más suave, ya líquido…) lo pasaba   por un colador de gamuza y servia dos tazas. Se lo bebían  los dos juntos, sin prisa,  a sorbitos, al lado de la estufa o en el portal. Él con un chorro de aguardiente, ella con dos cucharadas de azúcar.
Cuando aún tenía que oír eso de  “los niños no deben tomar café”, descubrí ese sabor amargo chupándome el dedo y sumergiéndolo en la montaña de polvo tostado que se formaba sobre el  periódico.
Un día a mi abuelo le empezaron a temblar las manos y ya nunca más volvió a moler.
De aquellas tardes sentada a su lado, en las que se dedicaba a pulir el grano para destilarlo, me viene la idea de que el café debe tomarse despacio, porque algo que lleva tanto trabajo merece que le dediquen su tiempo para disfrutarlo. Como si fuese una versión occidental de la ceremonia del té, cuya filosofía reza que no debe tomarse a la ligera porque es una celebración de que cada instante en la vida es único e irrepetible, y que merece que uno se detenga un momento para apreciarlo.
Y ahora me entero de  que el café sirve para despejarse y hay que tomárselo a la carrera en los descansos.
En la ciudad cada vez hay más  locales de mostrador sin sillas donde te sirven en vaso desechable con tapa plástica. A mi me sigue gustando fuerte, en taza de cristal o porcelana, y hacer ruido con la cucharita cuando lo remuevo.
Mientras los demás equipan su cocina con una máquina  express de café en capsulas yo me niego a enchufar nada, y a falta de puchero sigo poniendo al fuego la cafetera italiana, y cada taza, de algún modo, es una continuación de aquel rito iniciado por mi abuelo en mi infancia.
Yo no se tomar café si no está rodeado de cierto halo de liturgia, como una buena sobremesa, arreglar el mundo con los amigos, leer el periódico una tarde de domingo o desayunar contigo.






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