viernes, 2 de septiembre de 2011

Y hablando de nosotros



Y tu me hablabas de que en tus escasas primaveras llovía frío, y que la ciudad más aburrida del mundo era un cementerio de bicicletas. De las acampadas con osos al final del deshielo, de lo pronto que cerraban los bares, de los domingos de cine clásico y resaca, de tu intento fracasado de aprender italiano, de los libros que habías leído esperando en los  hospitales, de tus canciones escritas durante las noches de insomnio y  los viajes, de las veces que te habías mudado de apartamento y de los países por los que  te habían abandonado tus amantes…
(Y a mi no me salían las cuentas para una vida tan corta y tantas experiencias…)
Y yo te hablaba del norte, de mi lengua, de los poetas de la guerra y de porqué ya no emigran las cigüeñas… (Porque me daba vergüenza que supieras, que a pesar de los años que te llevaba de ventaja, me sobraban los dedos de una mano para contar las noches que no había dormido sola antes de que tú llegaras…)
Y hablando de ti y de mí nos encontramos de pronto, siendo nosotros. (Es que fuiste tu el primero que se enamoró de mi voz, y el único que reparó  en esa manía mía de arrastrar la copa de vino por la mesa cuando me intimidaba la conversación)
Y llegó sin darnos cuenta el caminar prendida de tu altura y  los besos sobre los charcos. Y los silencios en los bares, las largas charlas en la cama, y desabrocharnos sin prisa la camisa para desprendernos  del corazón.
Entonces una mañana, al despertarte conmigo,  me susurraste al oído que era muy linda cuando dormía. Y yo no pude fingir que me creía que era así como me veías. Y al pedirte  que no dijeses cursilerías quisiste demostrarme que el espejo estaba a tu favor.
Después, una tarde de ceniza en los cristales,  revisando en mis estanterías, me dijiste que era   inteligente, y esquivaste todos    mis argumentos cuando intenté sacarte de tu error.
Otro día, al hablarme de tu infancia, te enredaste con las palabras y te perdiste en una historia demasiado caótica y larga. Me quedé abrazada a tu regazo escuchando sin interrumpirte, y al finalizar con dificultades tu relato exclamaste que no existía nadie que tuviese más paciencia que yo… y en eso si que te di la razón.
Porque es verdad que mi única virtud es la paciencia, por eso  no pierdo la esperanza de que aparezcas un martes cualquiera ante mi puerta  cuando el reloj marque las seis. Pero por si acaso la vida  te lo pone  difícil  para que vuelvas, aquí sigo, echando mis cuentas, para saber por cuanto me saldría visitar la ciudad más aburrida del mundo hecha  un cementerio de bicicletas, mientras llueve frío en  tu próxima  primavera.




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